Tengo un hijo de 17 años viviendo y estudiando en Nueva York. Se llama Nilo Fernando. Comenzó en la universidad este año, en el otoño, por lo tanto es un novato en lo de ser universitario, aunque su carácter independiente y su desenvolvimiento le permiten pasar por veterano.
Justo por ese carácter independiente y autosuficiente, raras veces me preocupo por su día a día ya que siempre ha sabido enfrentar los retos en su vida, casi siempre saliendo airoso. Es por eso que mucho me sorprendió una llamada dominguera hace un par de semanas.
El timbre del teléfono repicó a media mañana, interrumpiendo mis labores culinarias. Era Nilo y su tono de voz de inmediato me indicó que algo le perturbaba. Mil ideas me cruzaron por la mente… ¿estaría enfermo? ¿tendría un desacuerdo con su compañero de cuarto? ¿necesitaría dinero?
Nada de ésto. Me llamaba para comentar una experiencia que le había hecho reaccionar de forma insólita en él. Quería comentarlo para ver si entre ambos lograbamos interpretar y comprender su reacción.
Sucedió así: regresaba de una diligencia personal y se cruzó con una situación que le removió los recuerdos y también los sentimientos. Dos muchachos se preparaban a entrar a una tienda de música. Uno tendría su edad y el otro tal vez la edad de Alberto, su hermano de 15, con necesidades especiales. Le llamó de inmediato la atención que el mayor tomara del brazo al menor (quien estaba muy agitado en su entusiasmo por entrar a la tienda), mientras lo miraba fíjamente a los ojos y le hablaba. Nilo alcanzó a escuchar sus palabras. Le decía: «Mírame y atiende…vamos a entrar ahora y quiero que te controles…».
Cuenta Nilo que esa escena lo remontó a un pasado muy cercano y a situaciones semejantes con Alberto. Comprendió que el menor tenía algún nivel de retardo y que su acompañante, probablemente su hermano pues se parecían mucho, era su cuidador. La actitud de los dos jóvenes recordó a Nilo ese trajín que tantas veces había experimentado con su hermano Alberto.
Pero lo que sorprendió a mi hijo fue su reacción ante la escena. Se sintió conmovido y no pudo contener las lágrimas, allí, en plena acera atiborrada de Manhattan. Sintió una gran empatía con los hermanos e inclusive pensó que debía de alguna forma acercarse y hacerse solidario con el par, aunque no lo hizo.
Nilo nació apenas 14 meses distante de su hermano Alberto. Por lo tanto, creo que gran parte de su independencia y autosuficiencia se relaciona con deber defenderse solo desde temprana edad, ya que durante sus años de infancia mucho de nuestro esfuerzo y atención se centró en Alberto y sus necesidades.
En ocasiones se hace manifiesto cierto resentimiento por parte de Nilo en relación con el trato diferencial dispensado a su hermano. Ya no tanto. Los años han permitido a Nilo comprender mejor la situación. Su percepción ha ido evolucionando y ya no surge tanto la espinita del celo y la frustración.
Por eso su llamada me sorprendió…esa emotividad latente, que se plasmara en unas lágrimas rebeldes, quién lo diría…
No soy psicóloga. No supe «rotular» ese sentimiento, ni tampoco ofrecerle una explicación «científica» sobre el asunto. Me limité a comentarle que la convivencia con un hermano con discapacidad deja sus huellas. Aún en los casos en que la situación se intentó manejar en forma óptima a nivel familiar, queda una marca indeleble, una sensibilidad particular. Le aconsejé entonces aceptar su emotividad como algo saludable y no darle vueltas al asunto en su cabeza.
¿Habrá sido mi consejo el más sabio? No lo sé. Actué intuitivamente, con el deseo de acompañar a mi hijo en su proceso de maduración y aceptación.
Publicado originalmente en el boletín Paso-a-Paso Vol. 11 No. 6 (Año 2001)
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